La cueva

La tierra la ha tragado como a un secreto. Una boca de piedra, húmeda y viva, la retiene entre sus fauces de arenisca y eco. Desde lo alto, un ojo de luz la espía, párpado abierto de un dios indiferente. La cueva respira moho y memoria, sus paredes sudan siglos y sombras. Musgos como lenguas dormidas, ramas que se enredan en pensamientos rotos, telas de araña como mapas del tiempo, y pequeños latidos, húmedos, bajo las piedras: criaturas que aún no han elegido forma. Ella es una flor en la boca del abismo. En camisón, de noche blanca, empapada de miedo y sudor, como si la luna hubiera llorado sobre su piel. Su cabello, negro río que gotea, le cae por la espalda como un presagio. Los pies, desnudos, recuerdan la tierra que alguna vez fue camino y ahora es prisión. Trepa. No con fuerza, sino con hambre. Con el ansia vegetal de la raíz que busca la grieta. Con uñas que ya no son uñas, sino garras de voluntad. Araña la piedra como si pudiera arrancarle el cielo. Cada tramo es un poema de carne rota. Cada avance, un alarido sin sonido. La luz —cenital, pálida, lejana— no alumbra: bendice. La baña como un bautismo al revés, como si el mundo allá arriba aún creyera en ella.

"Donde la luz cae vertical, hasta la oscuridad se atreve a soñar con alas."

--Desconocido

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